sábado, 2 de junio de 2012

Abigail (I).

Día 1.

Era como amanecer. Desplegaba las cortinas y el sol bostezaba tras los cristales, dejando un efervescente sonido que hacía de despertador. Luego venía el rutinario ciclo matutino. Levántate del colchón, recoge los papeles que dejaste tirados tras una noche pensando en cómo acabar el proyecto... Y luego prepárate, abre muy bien los ojos y saluda con bueno humor a tu ciudad. Deslízate con  elegancia por sus calles, sus gentes, sus rincones... Ya hace un mes que estoy en París y las cosas no van tan mal como esperaba. Tengo un trabajo, un gato que maulla todas las mañanas, un tazón de cereales cada desayuno, una vecina insoportable... No, definitivamente no estoy tan mal.

¿Alguna vez habéis tenido la inminente necesidad de salir por patas del lugar donde te criaste? Un día, sin previo aviso, la habitación en la cual has dormido toda tu vida se hace pequeña, el colchón de tu cama parece no adecuarse a ti, y tus acciones pasadas se hacen cada vez más vívidas y no te guardan piedad alguna. En ese momento te lo planteas, rondas la idea de buscar un cobijo, quizás pasajero, pero nuevo. La idea de la novedad, de deseos casi impensables, se hace hueco en nuestras cabezas, y no tenemos más opción que dejarnos guiar porque, ¿a quién le gusta vivir rezagado lejos de las oportunidades? Las personas somos así, de repente lo dejamos todo de golpe y decidimos seguir otro camino, buscando felicidad. El problema viene cuando nos arrepentimos de ciertas cosas y ya no hay vuelta atrás. Bueno, haberlo pensado antes, supongo.

Abigail.

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