miércoles, 23 de enero de 2013

Elizabeth (92).

Sucedió el día más caluroso de todos. Las clases se daban por terminadas y todo el mundo salía a disfrutar de los primerizos días de verano. Los apuntes rodaban por el suelo, algunos estudiantes le daban la espalda al edificio por siempre, otros dejaban una lista repleta de recuerdos para llevar a mano, de vuelta a su hogar. Y entre todo eso, ¿sabéis lo que hacía yo? Contemplaba embobado de la forma más estúpida posible a la chica más bonita del curso del 92.

Elizabeth cruzó el vestíbulo tan veloz como mis pensamientos en ese momento, empujó las puertas y se detuvo, justo en el primer escalón. Antes de bajar peldaño a peldaño, levantó sus delgados brazos hacia el cielo, y el vestido rojo que vestía le hacía ser algo único en ese momento: ella y nada más. Segundos después, siguió su trayectoria hasta la fuente de piedra que se erguía en mitad del pequeño jardín del patio. Se descalzó, dejó sus sandalias blancas sobre la tierra, y se impulsó de un salto hasta mantener el equilibrio en el borde de dicha fuente. Se deslizó por él hasta dar una vuelta completa, mientras reía por la insignificancia de aquel impulso infantil. Y entonces giró su cabeza, y sus ojos se acoplaron a los míos, mientras su boca de algodón se abría para pronunciar un sonido casi imperceptible: mi nombre. Acudí a ella como cualquier abeja que se rinde ante la miel, sin saber del todo por qué mis pies se pusieron en marcha sin ni siquiera pensarlo dos veces.

- ¿Sabes qué, Anderson? Brigitte me ha conseguido maría,- sus palabras sonaban divertidas en mi oído, mientras una risa se escapaba de ella.

- Y supongo que te la habrás fumado toda... solo hay que ver lo que has hecho desde que saliste por esa puerta. ¿Te has dado cuenta de que vas descalza?

Por un momento, me miró seria, incluso pensé que se echaría a llorar.

- Quieres... ¿quieres saber otra cosa?,- su aliento volvía a acariciarme el oído de forma casi silenciosa. 

Entonces volvió a alzar los brazos al aire, y como si no hubiera mañana gritó: '¡El mundo es mío!'

Después de aquello, decidí que ya había llamado bastante la atención por aquel día. La tomé en mis brazos, dispuesto a sentarla en cualquier banco hasta que se le pasara aquella sensación de éxtasis. Ella se dejó llevar, y en un momento de lucidez casi imposible, pegó su nariz a la mía, y ya no existió nada más alrededor, solo sus palabras sonando dulcemente terribles una vez más.

- Aunque, si quieres, puedo dejar un pedacito para los dos. 

Asentí, y creédme cuando os digo que vosotros hubieseis hecho lo mismo.



Canciones que inspiraron este relato...
Vagabond, de Wolfmother

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