lunes, 17 de junio de 2013

Dora.

Solo había una cosa que la pequeña Dora no soportaba: los shorts azules desvaídos que su madre le obligaba a ponerse cada uno de septiembre, año tras año. Para Dorotea, el azul grisáceo, ya casi imperceptible, simulaba el final del verano, ese agradable y extraño amigo del tiempo que se esfuerza por brindar sensaciones incondicionalmente. Tampoco le divertía la idea de los flecos que colgaban al borde de los viejos pantalones, ni las miniaturas de bolsillos que no dejaban encerrar ni un triste caramelo.

A ella le perdían los vestidos de tonos dorados, brillantes, curvilíneos, como las espigas de un campo de trigo inclinándose para saludar al Sol. Y la magia efervescente de Bob Dylan, el chicle esponjoso, color violeta, que hacía crecer hasta estallar encima de una nube de pensamientos, demasiado febril para una niña. Y a eso había que sumarle las crías de mono que aprendían a bailar, los rasgos japoneses de sus antepasados paternos, todo lo que desagradase a su madre. Pero, por encima de todo, a Dora le encantaban los elefantes. Esos que un día se dan cuenta de que lo son. Como el niño de la calle 23, tres barandillas blancas más abajo que la suya. Aquel chico sí que era un elefante, un trotamundos en triciclo, que fabricaba aviones de papel maché, que surcaban el cielo dejando un rastro de humo invisible.

La cuestión, es que el chico sigiloso de la calle 23 era un paquidermo, según Dora, por varios motivos:

1. Tenía un lunar en medio de la frente, de forma ovalada, que le hacía extrañamente sincero a los ojos de los demás.

2. Por alguna razón inconclusa, no era un niño pequeño a su ver: sus palabras eran grandes, pisaban diez veces más fuerte que el grito medio ahogado que emitía su abuelo, cada vez que le perdía la pista a su dentadura. O que el enfado de su madre, al comprobar que había pasado más tiempo tonteando con ''libros viejos'' que con muñecas.

3. Al chico de tres barandillas blancas más abajo que la suya, no le importaba si sus respuestas eran poco apropiadas para un chaval de diez años contados a dedo. Si pensaba algo, te lo decía. En caso de que no tuviese nada que opinar, no mediaba palabra. 'El lenguaje es demasiado valioso como para torturarlo con coloquios de la vida ordinaria', había dicho una vez.

Esa vez, Dora quiso saltar la barandilla blanca lisa de su jardín, correr tres más hacia abajo.
Llamar al timbre, esperar.
Preguntarle al niño tozudo si tenía pensado ser un elefante toda su vida, de esos que rompen cadenas.

Ella también quería ser uno.

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