Fue una historia de metro, un retrato más de una cara desconocida. Recuerdo el vagón meciéndose al compás de unas vías chirriando entre sí, libros abiertos, miradas chocando, deseos de un futuro mejor sonando huecos en unas manos agrietadas. Olor a vinagre, a pudor encarcelado, a pereza mañanera de un día laboral. Había caras ensimismadas en mundos ajenos, semblantes rosados, absortos. Otras saciadas a besos, con un sello de carmesí rosado revoloteando, soñador, alrededor de sus mejillas. Pero, entre todas ellas, fue solo una la que llamó mi atención.
Una media melena negra y ondulada intentaba, sin éxito aparente, balancearse, con la intención de llegar a tocar sus hombros cubiertos por una chaqueta de lana invernal. Un rostro anguloso y casi simétrico se escondía tras él. Los pocos rayos de Sol que se colaban a través de los cristales, incidían de forma perfecta en sus pómulos. Sus párpados, ligeramente maquillados por una sombra anaranjada, permanecían cerrados, mientras las puertas del compartimento en el que viajábamos se abrían y cerraban con la parada de cada estación.
Se trataba de un rostro más, sí, pero el aura que desprendía era distinta de las demás que allí mismo nos acompañaban. No era un libro abierto, no deseaba más que llegar a su destino, tampoco quería danzar en la mirada de otro.
Sus ojos se abrieron, de repente, dejando a la vista dos ciénagas de un tono cobrizo, con un cierto toque acaramelado. Así que aproveché y miré, busqué en sus rasgos oliváceos, me zambullí en el interior de unas entrañas secretas a los propios ojos. Y juro que vi su alma, y era de color azul. De un azul celeste, brillante, como un cielo de una primavera temprana, como el color de los hilos que mueven los sueños.
Descubrí en ella unas ganas locas de comerse el mundo a bocados, un don para saber escuchar, planes que esperaban a ser realizados. Y no pude más que alegrarme de haber destapado un interior azucarado, deseando con todas mis fuerzas que encontrase más colores en el camino. Pero que, ante todo, el azul prevaleciese en su mente. Para que, en los días más grisáceos, lo visualizara con facilidad, y al extender sus manos hacia el firmamento pudiera bailar, un ratito, un vals en su nube.
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