El paraíso de los ojos cerrados fue descubierto antes que todas esas malas guerras. Antes que todas las lágrimas que caían por cada aguijón mal parado, que las alegrías que se desdoblaban en cientos de sonrisas y luego resultaban ser una caída casi impensable.
Solo basta un crujido, un sonido procedente de una realidad medio quebrada, para evadirse hasta lo más profundo de unas corazonadas que alcanzaban kilómetros y kilómetros de esperanza. Cerrar los ojos, respirar, alimentarse de una visión que alienta a mantenerse de pie, a destrozar barreras y saltar murallas. Sin la necesidad de paracaídas, solo con la romántica idea de que la vida es más que una montaña rusa. Y cuando ya vas haciéndote a su vaivén de subir y bajar... en ese instante, ya no quieres frenos.
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Yo te digo dime , y tú me dices...