'Quizás, dentro de tres años nos riamos de todo esto'.
Fue la única frase que se alcanzaba a ver en aquel trozo de papel medio roído, como masticado por la aventajada boca del tiempo. Había estado guardado en una esquina de la elegante cómoda roja, lo más escondido posible para no acrecentar la tentación de desdoblarlo y leerlo. Pero al final, como toda verdad que a la luz acaba asomando sus antenas, allí estaba este pedacito del reloj, un reloj que decidió detener el movimiento de sus manecillas hace tres años.
Tres años pueden sonar en la cabeza como una onda expansiva de solo tres números pero, para dos personas que han compartido más que un fragmento del cielo, la friolera de tres años se convierte al instante en mil, de tal forma que acabas por perder la cuenta. ¿Y qué pasa si de repente la mano compañera decide soltarse y llevarse consigo su parte correspondiente de acontecimientos? Entonces llegan las cartas de amor nunca escritas, las palabras que jamás fueron pronunciadas y toda una fila de detalles que te gustaría ordenar de menor a mayor importancia emocional. Y, por supuesto, una cerilla para hacer desaparecer al final todo aquello.
La cruda realidad es que todavía hace tres años que no te has ido, y sigo guardando una nota mental para cuando decidas hacerlo. Para despejar por fin la enorme interrogación que cuelga de mi espalda y dejar de sentirme como una desproporcionada mentira. Y hasta que llegue ese momento, mi sonrisa le lleva ventaja al destiempo.
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