Huelo a mejillas quemadas. Parece que el otoño empieza a claudicar ante la aparición de los primeros cambios estacionales. Yo doy un salto al inicio, por los sabores más cotidianos. Un corte de pelo, una canción pegadiza que hubiese sido inevitable no bailar todavía con pies descalzos, en el sofá.
Las mañanas amarillas se han convertido en personas brillantes, necesarias. D. resuelve un crucigrama en el otro extremo de la inquietud, sobre un cojín. Sostiene una taza de café llena de cacao amargo, una contradicción en plena hojarasca de frío. Yo no le miro, no. Yo me embobo. Me quedo un año tardío, sin tictac de reloj, aguardando al milagro que no necesita de ruegos para obrarse.
El lápiz se mueve, sus comisuras también. Y ahí está, ahí empieza la magia. Sonríe, más que hacer que tiemble la habitación, ronronea desde su sonrisa. Lo que entendemos por mundo no se detiene, porque ya decidimos darle vueltas sin su consentimiento, gracias a Dios. Lo que no significa que yo no me levante de mi sitio nunca cómodo, le arrebate el cacao llano, y beba un sorbo. El azúcar lo pone su 'soy' en esta plazoleta de vida.
Si de algo hay que morir, yo pido cita entre sus dientes.
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